Jack White (The White Stripes) se lamenta estos días: la canción que entregó para la banda sonora de una peli de James Bond suena ahora en una campaña de Coca-Cola. El mes pasado Coldplay tocaron en el Palacio de los Deportes de Madrid. Como todos sabemos, de la mitad del recinto para atrás se ve al grupo en pequeñito, así que el público atiende bastante a las pantallas. Han pagado 35 euros, pero tienen que aguantar una franja permanente que dice «Te mereces una Mahou». Oasis han derribado otra barrera contratando a músicos callejeros de Nueva York para que estrenen sus nuevas canciones. Seguro que los «creativos publicitarios» aplauden la original idea, pero miedito me dan las campañas de los superventas molones (por ejemplo esa de Converse con M.I.A junto a Dani Martín, de El Canto del Loco). McDonalds, por suerte, falló en su intento de pagar a los raperos por cada vez que mencionaban su producto en una letra (nadie hizo caso). En cualquier caso estamos avisados estamos: no se asusten si Amaral o Deluxe ofrecen pronto dinero por sonar en megafonía de los recreos de la ESO. Más allá de la invasión acabo de recordar una historieta de los festivales de verano. A Rock In Rio se le colgó la etiqueta de Disneylandia guitarrera y de farónico montaje comercial. Razón tenían, pero al menos la organización destacó por el detalle de no poner anuncios en el escenario mientras tocaban los artistas (podrían haberse ahorrado también la tirolina). Dice su director que la publicidad durante el show pone a tu público en contra. Sería gracioso que miles de fibers se pasaran a Carlsberg y miles de chicos Summercase cambiaran a Orange.
PD: Realmente, ¿cuánto nos molesta la publicidad en un concierto o festival?
Creo que la publicidad en eventos musicales de todo tipo es esencial porque debemos de pensar en los colgados ejecutivos de las organizaciones anunciantes que, además de cobrar un gran sueldo por tocarse las narices, también tienen su derecho a relajarse acudiendo con sus amigos y amigas a las carpas y/o zonas VIPS habilitadas por sus compañías para aprovechar la barra libre y los pases especiales que les dan derecho a hablar con sus compis de banalidades, a echarse unas copitas, a ligar algo si se puede y, de paso, a soportar de fondo a My Bloody Valentine, Calamaro, Tomatito o lo que sea que, por otra parte, es lo menos interesante.
Sobre este peliagudo tema,recomendaría a todo el mundo que aún tenga un poco de libre albedrío (a los ya lobotomizados por el marketing y las tendencias habría que darles de comer aparte) el siguiente libro del Grupo Marcuse: «De la miseria humana en el medio publicitario», Barcelona, Editorial Melusina, 2006, 216 pp. Además de «No logo», por supuesto, que es terrorífico (porque da miedo) y que no por más citado es menos esencial.
El resto pueden seguir haciéndose pajas con «El libro rojo de la publicidad»…