Luis Boullosa es un fino y perspicaz cronista del underground, y cuando te dejas llevar por su torrencial escritura -repleta de atajos y disertaciones al borde del abismo- uno queda apabullado. Boullosa en su último libro, “Santos y Francotiradores. Supervivencia, literatura y Rock & Roll” (66 Rpm Ediciones, 2016), desmenuza el proceso creativo y su rol social como artista de personajes tan dispares como Fernando Alfaro, Javier Colis, Mursego, o Rafael Berrio. Un notable libro que lo consolida como escritor, mientras él continua con su carrera musical en proyectos tan buenos como Gog y Las Hienas Telepáticas o Broke Lord, o anuncia la muerte prematura de su fantástico fanzine “Karate Press”.
No soy tendente a la nostalgia. O, mejor, tiendo a no usarla como motor principal, porque uno acaba en casa en pantuflas, llorando sobre un mal disco de Tom Petty, emocionado con la imagen de su propia juventud malgastada. Y comprando muchas cosas inútiles para combatir o justificar tal emoción de senectud precoz. Sin embargo hay un tipo de nostalgia inevitable y acaso benéfica, que dota de la necesaria pátina dorada a épocas que fueron en realidad conflictivas pero que ya ni tienen arreglo ni lo precisan. Una nostalgia que es como una mano que se posa y perdona. Fugaz, momentánea, profunda. Esa me vale.
Hilado inseparablemente a ella, Franco Battiato es para mí -entre otras cosas más razonadas- un viaje de vuelta a casa, desde el Algarve, quizá -podría ser desde Madrid– en algún momento fijado en el ámbar lejano y difuso de los años ochenta. Por entonces los trayectos eran largos y tediosos, y la familia era lo único que uno conocía, en realidad. Y la única música en la que podíamos coincidir mis padres, mis hermanas menores y yo estaba en aquellos discos del genio de Catania. Los tangos que cantaba mi padre y que ahora paladeo, agridulces, en el recuerdo, me parecían entonces ridículos. Los recopilatorios de La Década Prodigiosa de mis hermanas, intolerables. Mi tendencia incipiente hacia el ruido, por su parte, no hubiese tenido buena acogida y yo lo sabía. Quedaba Franco. El lapso de sus discos era un lapso de placer y de atención. Las canciones reinaban, y aquel extraño colectivo que éramos las dejaba flotar dentro, aprendiendo -o reaprendiendo, en el caso de mis viejos- lo que es la emoción. En este caso la emoción de Battiato, extrañamente delicada e intelectual, levitante pero corpórea.
No recuerdo cual fue el primer disco suyo que escuché, exactamente: probablemente “Nómadas” o “Ecos de danzas Sufi”, apaños en castellano que recopilaban sus éxitos más redondos y tarareables. Las versiones, bien traducidas por cierto, eran muy espectaculares; sin embargo carecían aquellos discos de la dinámica entre ataque y contemplación que –descubriría pronto- sí tenían los originales.
“La voce del padrone”–algo ahora difícilmente comprensible, pero cierto- vendió en su momento más de un millón de discos en Italia. Hay un excelente directo en youtube, de un año después (82), en el que se puede comprobar que era ya un artista masivo aunque perfectamente ubicado en sus propias coordenadas, tan humanistas como marcianas. La música tenía en el disco esa levedad primorosamente esculpida que aludía al tiempo a la modernidad y a algo eterno y casi espacial; y tenía aquel instinto pop finísimo, sorprendente en alguien que venía de la música experimental. Las sobresalientes letras eran crípticas aún para el niño que era yo, con un cierto arcaísmo revolucionario típico de Battiato y que llevaba a pensar aunque fuese perfectamente capaz del slogan, de la frase definitiva y sintética. En eso siempre ha sido un genio, bien dentro de una misma canción, oscilando grácilmente entre pensamiento y estribillo, bien en el recorrido de un disco completo. En “La voce..:”, sin ir más lejos, se alternan muy sabiamente los momentos de zen nueva ola (“A Wonderful summer…”, la emocionante “Gli uccelli”) con el pop de combate (“Bandera bianca”, “Centro di gravitá permanente”), las demoradas órbitas sensuales (“Sentimiento nuevo”) y las deliciosas majaradas posmodernas (“Cucurrucucu”).
A Battiato puede enfocarlo uno, ahora que el pasado es pasado, casi como quiera. Rercientemente, por ejemplo, mi buen amigo David Bizarro publicó en Karate Press un genial análisis de su lado esotérico. Yo tuve, por otro lado, el placer de comprobar su condición de animal de directo dos veces. Una acompañado de orquesta, sentado en una alfombra casi voladora y entregado al arabesco opiáceo y mediterráneo (bien guiado por su eterno colaborador Giusto Pio). La otra, memorable, en el palacio de Congresos de Madrid, con dos bandas de rock y haciendo entrar en éxtasis al personal a base de clásicos y experimentación versátil. Dos caras casi opuestas. Battiato es también, en nuestra extraña memoria pop española, acaso el único artista que sobrevivió integro a una parodia de Martes y Trece. Meterse con su nariz, al cabo, es como meterse con la de Cleopatra. El tipo vuela unos cuantos miles de kilómetros por encima del asunto, caricatura él mismo, icono de un pop inteligente y crítico como podría serlo el mejor Woody Allen, al tiempo a caballo y a despecho de sus taras.
En todo caso, “La Voce del padrone” es una perfecta puerta de entrada a su universo (aún conservo la cinta de la edición en castellano, aunque me he aficionado a escuchar el original y fingir que sé parlotear en su italiano ondulante como el agua). Se me antoja una síntesis perfecta de la calma integradora que Franco concedía a aquella familia mía en acelerado proceso hacia la disfuncionalidad. Vuelvo a él y al resto de sus discos cada cierto tiempo, igual que intento leerme “La Isla del Tesoro” una vez al año. Hay –es una categoría peculiar- artistas inagotables que desde un aparente kitsch de su época han ido haciéndose en lugar de viejos, modernos. Han ido ganando sentido en lugar de perderlo, hasta ser clásicos atemporales en crecimiento perpetuo.
Y pese a todo, cuando lo escucho sigo siendo consciente de que, junto al impecable y detallista conjunto de hits de pop meditativo y al tiempo guerrillero, está ahí también mi vida vieja, esa que se encuentra al fondo del armario, reconocible a duras penas pero iluminada al fulgor de las canciones. El tono fantasmal de los viajes, las voces, los lugares y las luces de algo irrecuperable. O recuperable sólo a través de la voz de un siciliano extravagante. Ese es uno de los poderes de la música, es de suponer. Y contra ese tipo de vida no se lucha.
Gran disco, y precioso texto. Gracias.
Yo al Battiato de los originales lo he conocido hace poco ante un ataque de nostalgia de la mala, que acabó siendo buena ante el deslumbramiento por lo encontrado. Porque el Battiato de Nómadas también soñaba en la radio del coche durante mis viajes de vacaciones por la península, o en mi primer walkman, y veíamos en la tele a ese italiano como recién alunizado que cruzaba sus piernas ante un taburete en Rockopop o Tocata. Genio. Poeta. Revolucionario. Místico. Escuchando a Battiato se siente uno más sensible y hasta más inteligente. Viva.